sábado, 11 de junio de 2005

Misionero y enfermo de sida

El padre Aldo Marchesini, misionero dehoniano y médico, se contagió de sida ejerciendo su vocación en el hospital de Quelimane, en Mozambique.
A semejanza de Cristo, lleva sobre su cuerpo las dolencias de aquellos a los que está dedicando toda su vida. La revista Nigrizia ha publicado un testimonio suyo, del que hacemos un extracto:

A mí me gusta el calor, y siempre he agradecido al Señor el haberme hecho vivir en Quelimane, un lugar muy cálido y húmedo. Sacerdote que da la vidaEste año, sin embargo, el calor, literalmente, me ha destrozado, lo que no me había pasado nunca. Además, durante varias noches, he tenido fiebre, acompañada de una tos seca, insistente; la posibilidad de dejar pendientes algunas operaciones me preocupaba, especialmente cuando, a los pocos días, me marchaba de vacaciones a Italia.

Al llegar a mi país, mis amigos y familiares me dijeron que tenía mal aspecto, y que debía hacerme un examen. Cuando el médico que me atendió me comunicó los resultados, me dijo, con un cierto embargo, que era portador del virus del sida. Me quedé sin palabras. Confieso que no experimenté ninguna emoción en particular, ni siquiera me desanimé. Como médico, muchas veces he tenido que comunicar a mis pacientes que eran seropositivos, lo que era un deber muy duro para mí. A veces me imaginaba que estaba en su lugar, y ese pensamiento me causaba una cierta angustia; me tranquilizaba diciéndome que no estaba enfermo, y que esos eran sólo fantasmas mentales. ¡Pero la verdad es que ahora era yo el paciente! Sin embargo, no sentí esa angustia, ni tampoco rebelión ni miedo. En mi interior, todo permanecía igual y todo había cambiado, cambiado para siempre.

Considerando que el 20% de mis pacientes son seropositivos y que, como cualquier cirujano, corro el riesgo de herirme, las ocasiones de contagiarme no eran pocas. Reconozco que la gracia de Dios me había ayudado a acoger con serenidad la noticia; por otro lado, creo que parte de mi tranquilidad derivaba del hecho de que existen fármacos altamente eficaces, con lo que la esperanza de vida era buena. Debería tomar un cocktail de tres fármacos, en dos dosis, una por la mañana y otra por la noche. Gracias a esto, los virus en circulación quedan reducidos a un número insignificante, mientras que los linfocitos, fabricados por el cuerpo en una cantidad mayor de la que son destruidos, comenzarían a aumentar. La esperanza de poder convivir con la enfermedad durante un largo tiempo me consolaba.

Sin embargo, el pensamiento de que esta esperanza radicaba en el solo hecho de que era italiano, y de que así podría acceder a la medicación, me atormentaba. Pero, ¿y mis pacientes mozambiqueños? ¿Por qué no podían tener ellos la misma esperanza? ¿Por qué no podían tener también acceso a la terapia? Sentía que debía empeñarme en hacer que otros hombres y mujeres -al menos, los habitantes de Quelimane- pudiesen tener la misma esperanza de vida que yo.


Había oído que la Comunidad de San Egidio estaba iniciando una experiencia piloto en Mozambique, con el objetivo de ofrecer gratuitamente a los africanos enfermos de sida el mismo tratamiento disponible en las naciones ricas. Decidí ir a Roma a hablar con el responsable del proyecto; el encuentro fue muy positivo, y volví a casa lleno de esperanza: había encontrado el modo de poder comenzar en mi hospital de Quelimane una terapia antirretroviral eficaz... y gratuita. Volví a Mozambique cinco meses después de la fecha prevista para mi regreso, sin miedo, y reanudé mi trabajo en el hospital. ¡Estoy contentísimo!

He decidido no esconder a nadie mi enfermedad; ahora, todos saben que el padre Marchesini, el doctor del hospital, es seropositivo, está haciendo la terapia, está vivo, está bien y continúa trabajando. Dentro de pocos días, también sabrán que la terapia está ya disponible para todos los enfermos, que ya no habrá necesidad de esconderse, o de negarse a hacerse la prueba por miedo a saber. Son ya muchas las personas que se han acercado a mí para hablar, para recibir consuelo y ser encaminadas hacia la terapia.


Aquí finaliza mi historia, pero mi aventura interior continúa en compañía de una multitud de enfermos de Mozambique. No puedo más que agradecer al Señor el haberlos conocido, y haber conducido las cosas de modo que la semilla de la esperanza pudiese, en un breve espacio de tiempo, transformarse en una gran árbol; un árbol que ofrece sus frutos a todos aquellos que lo necesitan.

Aldo Marchesini en Nigrizia