En el debate sobre el tratamiento legal de la prostitución no hay acuerdo ni en las filas feministas. Unas defienden que la prostitución es siempre un comercio degradante que hay que perseguir. Otras sostienen que la legalización erradicaría los principales males de la prostitución y garantizaría los derechos de las “trabajadoras del sexo”. Más allá de los argumentos enfrentados, la experiencia ofrece sus propias lecciones. El estado australiano de Victoria legalizó la prostitución en 1984. Con la perspectiva de más de veinte años, la profesora Mary Lucille Sullivan ha examinado las consecuencias en un documentado libro, Making Sex Work (1).

Su análisis le lleva a concluir que la legalización ha sido un fiasco: la prostitución no ha disminuido sino que se ha convertido en un floreciente negocio; más mujeres se han visto involucradas en él, también menores de edad, y pocas lo han abandonado voluntariamente.

Sullivan, una profesora universitaria feminista, recuerda que en los años ochenta el feminismo abandonó la idea de que la prostitución era en sí misma una violencia contra la mujer, y empezó a explicar los abusos en términos postmodernos. Las feministas decían que considerar la prostitución como una actividad sexual desviada era lo que había creado un marco legal y social que negaba a las prostitutas sus derechos humanos. Si se quitaba ese marco legal y ese estigma social, las mujeres de la industria del sexo podrían gozar de los derechos de cualquier trabajadora. Para protegerlas, había que defender sus derechos y presentarlas como una minoría sexual perseguida.

El Colectivo de Prostitutas de Victoria (PCV) hizo suya esta estrategia. Defendía que la legalización minimizaría los riesgos para las prostitutas, al favorecer un mejor acceso a la atención sanitaria, un ambiente de trabajo más seguro y la creación de programas de ayuda para las mujeres que quisieran dejar la prostitución.

También hicieron frente común con el movimiento gay, unidos por el objetivo común de defensa frente al sida. Además, para ganar legitimidad ante el Estado, adoptó la línea de que su papel era promover los derechos sexuales de las prostitutas y favorecer las medidas de salud en la industria del sexo.

Feministas de entonces defendían que la explotación de mujeres por la prostitución desaparecería cuando la sociedad viera la industria del sexo como cualquier otra. Y los abusos que pudieran darse deberían ser tratados como una infracción de los derechos de las trabajadoras.

Pero los resultados han sido muy distintos. El detallado estudio de Sullivan muestra que en el estado de Victoria de 1984 a 2004 los “proveedores de servicios sexuales” han pasado de 40 a 184, y la prostitución ilegal se estima como un mínimo en cuatro veces más que en los otros estados que penalizan la prostitución. Para responder a la creciente demanda, más mujeres se han visto involucradas en la prostitución. Los proveedores de servicios sexuales han aumentado sus beneficios. Y también el estado se ha aprovechado de la expansión de la industria del sexo, por los ingresos por licencias e impuestos, así como por el aumento del turismo sexual.

En teoría, el dinero ingresado por el estado debería haber servido para financiar programas dirigidos a las prostitutas que desearan abandonar el sector, pero esos programas nunca se crearon.

Frente a las teorías de esas otras feministas, Sullivan prefiere explicar el fenómeno de la prostitución con las herramientas intelectuales del feminismo radical, caracterizándolo como una forma de violencia patriarcal al servicio de los negocios y de la clientela masculina.

Sin embargo, algún comentarista del libro ha hecho notar que el Prostitution Control Board de Victoria estaba dominado por “madams”. En cuanto a las mujeres reclutadas para la prostitución, no eran pobres chicas que no tenían otro recurso, sino chicas a las que se presentaba el trabajo como un medio de ser “mujeres de negocios” y de prosperar en la vida.

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(1) Making Sex Work. A Failed Experiment with Legalised Prostitution. Spinifex Press. Melbourne (2008). 235 págs.