Todos hemos sido testigos, en los grandes centros comerciales, de cómo muchos niños van pidiendo a sus padres que les compren absolutamente todo lo que se ofrece a la venta y les apetece: un helado, un refresco, un juguete, una hamburguesa, el último “Play Station” o “Nintendo”, y un largo etcétera.
Lo que me llama la atención es que tanto ellos como sus padres son víctimas de la sociedad de consumo, porque en cuanto el papá o la mamá le dicen a su hijo, por ejemplo: “No te compraré el ‘Play Station’, punto”, en seguida viene el enojo, el llanto y el consabido pataleo del chico. El chantaje sentimental de esa pequeña tragicomedia dura pocos minutos y finalmente cede la madre y le dice: “Bueno, te lo voy a comprar, con tal de que te portes bien”. Y aparentemente hasta allí acaba el público incidente familiar.
Sin embargo, involuntariamente, los padres que ceden a los caprichos de los hijos con tal de agradarles siempre, no se percatan de que están afectando a su personalidad porque se convierten en unos niños egocéntricos, sin fuerza de voluntad para abstenerse de un antojo, sin capacidad para valorar lo que cuestan todas esas cosas que piden, no piensan jamás en ayudar a los demás, y donde todo gira en la órbita del “yo-yo” y de sus continuas necesidades materiales.
Los medios de comunicación y la publicidad contribuyen, en buena medida, a generar un ambiente para potenciar a esos compradores compulsivos. El mensaje subliminal es muy sencillo, pero persuasivo: “Si compras esto, obtendrás un placer o disfrute inmediato y serás feliz”. Si los progenitores se oponen a esta “felicidad” malentendida, entonces “no son buenos padres”, concluyen los pequeños consumidores.
De esta manera, el niño va creciendo y –si tienen posibilidades económicas– sus padres lo acostumbran a que tenga una habitación bien puesta, con sus juguetes, sus videojuegos, su televisión, su computadora, sus libros, su celular, sus equipos de deporte, y está estrictamente prohibido que nadie del resto de los de la casa se les ocurra –ni por equivocación– tocar sus pertenencias.
El problema su vuelve más serio cuando ese niño se convierte en adolescente y cambia sus juguetes infantiles por otros “juguetes” más caros: un buen coche, solicita más dinero a sus padres para ir a los antros con los amigos, reclama comprar ropa de marca, los últimos modelos de celulares o computadoras…
Si no existe desde la infancia y, después en la juventud, un clima de exigencia en el hogar, de templar el carácter, de aprender a decir “no” a los caprichos y antojos, de tener espíritu de ahorro, de vivir la sobriedad y la pobreza aunque se tengan medios suficientes, de tener disciplina para dedicar las mejores horas de la semana al estudio y obtener buenas calificaciones, de interesarse por servir a los de su familia, entonces se generan esos adolescentes típicamente amorfos, sin personalidad, incapaces de realizar el más mínimo sacrificio por atender a las necesidades de sus semejantes, carcomidos por la pereza y el desorden, y que no están dispuestos a vivir la mesura, por ejemplo, en el uso de la computadora para “chatear”, para enviar constantemente mensajes por celulares a sus amigos. Es una especie de moderna esclavitud por la tecnología.
Un día, estando en casa de un matrimonio amigo, se fue la energía eléctrica por un largo rato. El hijo único –de unos 15 años– se encontraba refugiado en su cuarto, salió de repente y comentó que no podía utilizar su computadora, ni sus videojuegos, ni ver la televisión. Para colmo de males, no servía su celular. Visiblemente alterado, repetía: “¿Y ahora qué voy a hacer?”.
Pero el estado realmente crítico en que viven algunos adolescentes es cuando cambian aquellos inocentes juguetes infantiles por otros “juguetes” más dañinos y perversos: el consumo inmoderado del alcohol, el comenzar a experimentar con diversas drogas, el abandono de su responsabilidad como estudiantes, el mentir y robar dinero a sus padres para comprar lo que les place y comenzar a tener relaciones sexuales, de forma también compulsiva.
Si sus padres y educadores no les han formado en el dominio personal, en ejercer la fuerza de voluntad para encauzar correctamente sus impulsos e instintos, en “controlar las hormonas” –como decía un profesor de bachillerato–, afectivamente esos jóvenes son un auténtico desastre. En un tiempo muy corto pasan de la fase de experimentación de esos placeres, a convertirse en auténticos adictos.
He conocido no pocos casos de jóvenes que acabaron en clínicas psiquiátricas de rehabilitación para ayudarles a librarlos de sus adicciones. Invariablemente la pregunta de sus padres ha sido más o menos ésta: “¿Pero nosotros qué hicimos de malo, en qué fallamos? Si siempre le dimos lo mejor, las mejores escuelas, comodidades, atenciones continuas, viajes, regalos…”. Y la respuesta del Psiquiatra es siempre la misma: “Precisamente en eso estuvo el error de ustedes. Le dieron todo, pero nunca le enseñaron a ser hombre, a dominarse, a forjarse un carácter, una personalidad firme, no le inculcaron unos valores sólidos”.
Es frecuente que en algunos libros de Psicología, en lo relativo a la sexualidad, se presente al adolescente como una especie de retrasado mental o subnormal, totalmente incapaz de dominar sus instintos o controlar sus pasiones. Hay dos consejos tan típicos como nocivos. El primero consiste en presentar la compulsividad sexual como algo “normal”. Y el segundo se resume en que para solucionar esa incontinencia, recomiendan, como “solución”, el uso del preservativo para evitar el Sida y otras enfermedades venéreas y, si es chica, la “píldora del día siguiente”.
¡Pues vaya “consejos” de esos supuestos especialistas! Equivale a decirle a un ladrón: “¿Te resulta imposible dejar de robar? Pues síguelo haciendo, nada más que cuida de que no te sorprendan”. Sería largo relatar todos los sufrimientos físicos y morales de jóvenes que viven una sexualidad desordenada. Claro que en muchos casos lo ocultan con la careta del “machismo” y de fanfarronear con sus amigos, presumiendo esa clase de vida.
Sin duda, es más hombre y más viril el adolescente o la chica que sabe dominar sus instintos y los orienta correctamente. Luego, también, le servirá para dominar su propio mal carácter, para fijarse metas, superar retos...
Hace poco vi un documental sobre el tema del noviazgo, con un título muy sugestivo: “Si tu novio realmente te ama, sabrá esperar”. Porque un noviazgo bien vivido es la mejor escuela para un matrimonio estable y feliz, donde se cuide delicadamente la fidelidad conyugal. Las relaciones sexuales pertenecen –de forma exclusiva– a los esposos dentro del matrimonio, y en orden a traer hijos al mundo. Cuando se rompe esta unidad y la claridad en los fines, surgen todo tipo de desórdenes sexuales, de perversiones en esta materia, de transtornos psiquiátricos, de enfermedades a veces incurables, y, desgraciadamente, de muchas víctimas inocentes como son los abortos.
Porque todo acto humano conlleva una responsabilidad individual. Así por ejemplo, un joven que bebe en exceso en una fiesta, se sube a su coche y luego atropella y mata accidentalmente a un transeúnte, no es válido ante la justicia que diga como excusa: “No es culpa mía, porque cuando yo comienzo a beber, ya no me puedo controlar”. Esa supuesta justificación no es válida ni moral ni jurídicamente. Es evidente que es culpable de un hecho delictivo y debe purgar una condena, por lo tanto, debe asumir su responsabilidad por conducir ebrio y ser mayor de edad.
Toda esta problemática está introduciéndose, cada vez más, en la sociedad mexicana. Con mucha frecuencia nos enteramos de accidentes automovilísticos donde mueren jóvenes que manejaban en estado de ebriedad después de una parranda; de chicas que abortaron; de adolescentes que han ingresado a clínicas para sacarlos de las adicciones... Me parece que los padres de familia no pueden claudicar en su misión formativa para ayudar a sus hijos a crecer en virtudes, en valores, en forjar personalidades sólidas y coherentes, libres de vicios, de ciudadanos maduros y responsables.
Tampoco se puede delegar exclusivamente esta misión en los profesores o asesores académicos de la escuela o la universidad. Muchas veces, como se dice en el argot taurino, “hay que entrarle al toro por los cuernos”.
Desde niños, y luego, cuando son jóvenes, conviene saberles exigir con oportunidad, corregirles sin miedo, anticiparse a todo lo que se van a encontrar esos niños cuando sean adolescentes, brindarles criterios de conducta seguros, que aprendan a ser muy sinceros con ellos, a ser los mejores amigos de sus hijos y enseñarles a seleccionar bien –respetando su libertad– a su novia y a sus amistades.
Es frecuente esta queja de muchos padres de familia: “El mundo está muy difícil. Ya no hay valores”. Me parece que precisamente ante esta realidad social, es urgente que los padres formen bien la personalidad de sus hijos, llevándoles –paso a paso, con cariño y visión positiva– por el plano inclinado de su superación personal, y ofrecerles directrices claras para vivir sabiamente durante toda la vida. Esta es, sin duda, la mejor herencia, muy por encima de cualquier bien material o económico.
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